miércoles, 17 de septiembre de 2008

Desde lo más alto… y en blanco y negro

Nacemos. Nacemos y sólo queremos que nos protejan, que nos hagan sentir arropados, seguros, amados… Pasa el tiempo y las cadenas de la autosuficiencia forzosa comienzan a ejercer su fuerza… Nos atan, luchamos contra ellas, y logramos, a ratos, deshacernos de su intrépida autoridad.
Y de repente, sentimos. Sentimos cómo inhalamos aire, libertad… Se nos expanden los pulmones, sentimos la fuente de donde emana la vida, en nuestro bajo vientre… alimentándose en nuestro corazón.

Y comienza la espiral eterna en la que se entrelazan sueños, realidades, angustias, (pre)ocupaciones, carcajadas, llantos y dulzura…

Es entonces cuando, de repente, empezamos a crecer, a crecer a trompicones, a caernos por el camino, a alzarnos de nuevo, a seguir y seguir caminando, con las merecidas pausas por cansancio o incapacidad. Tomamos aire, ese aire de libertad… Y retomamos la senda multicolor, topándonos con miradas cuyas raíces nos cuentan vidas enteras, con sonidos que nos narran fragmentos de cuentos y tararean nanas… devolviéndonos a nuestro nacimiento, al impacto con la vida, con nuestra primera infancia.

En el seno de aquel columpio ya oxidado nos mecemos, anhelando el de nuestra madre, aprehendiendo todo lo que vivimos pero nos perdimos, como cuando nos sentamos en tantas ocasiones a mirar antiguas fotografías…
Nos miramos entonces, observamos nuestro alrededor, admiramos nuestra compañía y disfrutamos de todo aquello que hemos ido ganando por el camino, haya sido o no como al nacer aquella hada nos lo susurró al oído.

Desde lo más alto… y en blanco y negro.

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